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domingo, 20 de septiembre de 2015

Madrid, 1860... (continuación de la novela)

Un aire denso y desagradable azotaba las ventanas por el exterior, aquellas que daban a la oscura calle donde se enclavaba una casucha para la que el tiempo parecía haberse detenido. La noche en Madrid dormía fugitiva, como un mendigo huidizo asustado por la vida. Un grupo de hombres bebía a sorbos de vino aguado en sucios cazos de hojalata, alrededor de una lumbre
que apenas ardía en aquellos arrabales, donde un colmado se erguía con dignidad entre las fauces de miseria más allá de los perfiles de la ciudad. 

Gustavo Adolfo los dejó atrás, mientras ellos seguían charlando, riendo en el tedio de las horas sus oportunidades perdidas. Con paso firme se acercó a la casa de una única planta que albergaba la taberna, La Taberna del Genio. Le gustaba aquel nombre y su discreta ubicación, más allá de las algarabías propias del centro. Tenía el local las paredes salpicadas de moho, y la puerta de madera había sido pintada mil veces para disimular la humedad, a pesar de que lo único que se había conseguido eran unas sospechosas manchas grisáceas esforzadas por aparecer debajo de cada capa de nuevo lustre. 

En La Taberna del Genio bebían y comían una docena de individuos llegados seguramente de distintos lugares, pero a quienes nadie preguntaba su origen. Las mesitas, con sus manteles de cuadros y manchas a partes iguales, tenían colocadas en su centro una 20 jarra de vino de dudoso color y aún más dudoso sabor. Dos camareros con mandiles en su tiempo blancos servían a sus comensales con la premura de quien no soporta ver un vaso vacío.

 –¡El caballero del fondo, Fermín! ¡Más vino! ¡El señor pide otra ronda! 

El dueño ordenaba sin parar al que atendía al nombre de Fermín, que debía haber sido malabarista o estaba en trazas de serlo, porque se desenvolvía con dos bandejas en la palma de su mano, llenas de platos, vasos, jarras, cubiertos y todos los enseres que pudieran caber en una plaza de toros, como si manejara una simple servilleta de nudo. El propietario del colmado, Casto Navarro, cuyo nombre siempre era objeto de alguna chanza, y de quien nadie sabía a ciencia cierta si ese era su apellido o su procedencia, era un individuo avezado en la búsqueda de clientes de valor. Por eso le gustaba que aquel muchacho volviera cada noche a su local. Hablaba poco, pero era educado y saltaba a la vista que, bajo esa levita cochambrosa, dormitaba un hombre elegante y de maneras. Se preguntaba quién podía ser quien, a las once de la noche del invierno madrileño, se sentaba ante una de las mesas de su establecimiento, que él reconocía que no era precisamente el Palacio Real de los Borbones. Siempre supuso que formaría parte de la caterva de jóvenes de provincias que llegaban cada año a Madrid a hacer fortuna en la letras, las artes o el comercio, como si no hubiera en la capital ya bastantes harapientos y fracasados en todas y cada una de estas materias. 

Navarro se acercó al muchacho y enfatizó con su mejor vocalización, porque aquel chico parecía más hambriento que las ratas de su almacén, pero tenía prestancia y denotaba una evidente distinción. 

–¿La mesa de siempre, señor? El hombre asintió. Tenía aspecto de no haber dormido desde que perdió los dientes de leche, pero sonrió con gentileza. Se sentó y se mantuvo fijo en su vaso durante un tiempo. El joven, de nombre Gustavo Adolfo, solía pasar varias horas todas las noches en la 21 taberna. ¿Cuántas? Nadie lo sabía, ni él mismo: su reloj de bolsillo con cadena dorada llevaba días estropeado y ni siquiera había reparado en ello. Gustavo Adolfo vestía, más que de manera modesta, decididamente pobre. La chaqueta parecía vieja y el semblante general, descuidado. El pelo revuelto, la barba poco arreglada y unas ojeras bajo los ojos tristes y melancólicos hacían que aquel hombre pareciera mayor de lo que era. 

Tenía veinticuatro años y ocupaba sus noches en los colmados situados detrás de la Puerta del Sol, en las Cavas, o, como ahora, más allá del Puente de Toledo, en el límite con la ciudad, bebiendo vino como único alimento durante horas. Recordando las palabras de una de las mujeres más importantes de su vida, en una Sevilla que se le antojaba ya demasiado lejana:

 «Somos mortales, y no dioses, Gustavo. Y nada permanecerá tras nosotros cuando nos llegue la hora…». 

Las escuchó con diecisiete años. Quizá ella tenía razón. La noche avanzaba con su negrura telúrica. El joven meditaba sobre los esquivos laureles de la gloria y los dardos del olvido. Somos solo mortales, no hay nada de excelso en ello, concluyó.

 Siguió allí hasta el comienzo de la madrugada, inmóvil, sin hablar con nadie, sumido en un estrépito de voces desconocidas, agrandando sus fantasmas con el vaho del recuerdo de otros días. 

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