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lunes, 31 de agosto de 2015

Primeras páginas de la novela

Sevilla, 1853

Bajo la estatuaria de piedra, una luna iluminaba los bordes de la noche con su frialdad quemada, aquella que solo ella puede ofrecer a ráfagas entre los callejones, sobre paredes como pliegues, o más allá de las ventanas desconchadas por el tiempo.
Una luna y sus sombras, máscaras de barro que se deshacen en el agua.
A pesar del pánico que les paralizaba, ellos pudieron verlo todo.
En el cementerio, al otro lado del río, con los fogonazos que gravitaban hacia las tinieblas, observaron a una figura embozada extrayendo herramientas del interior de sus ropas, dispuesta, al parecer, a destrozar la lápida que tenía delante.
Intuían desde su escondite el esfuerzo del extraño, el sudor de sus manos sobre la pala que exhumaba el cadáver y el polvo en el rostro cuando culminó la tarea. Vieron a aquel hombre cogiendo el cuerpo inerte como un fardo de paja, asentándolo en su hombro para llevarlo hasta la superficie.
Allí maniobró despacio sobre la propia muerte, seccionando vísceras ahogadas ya en una sangre sin vida.
Después, la efigie del profanador, con el cuchillo aún en la mano, devolvió al desdichado al agujero y lo tapó con un sudario de tierra. Recogió su sombrero y salió del camposanto, sin demasiada prisa por perderse entre el velo de oscuridad de una Sevilla desconocida.
Gustavo Adolfo y Julia permanecieron en su cobijo, aterrados. Les costó unos minutos recobrar el aliento y comprender la gravedad de lo vivido: un hombre desenterraba muertos y ocultaba su macabro botín escondido entre sus ropas.
Lo siguieron unos minutos hasta que el paisaje de la ciudad lo devoró.
La noche comenzó a dormirse entonces tras las luces apagadas.
Gustavo Adolfo cerró los ojos con fuerza y sintió latidos en la sien por la presión de su frente. Cogió con fuerza la mano de Julia Cabrera, que aguantaba a duras penas sus ganas de llorar.
Tenían diecisiete años.
Lo último que contemplaron de todo aquel horror fue el vuelo de la capa del extraño recortada en el dibujo de la calle.
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía…
Descorred, pues, los cortinajes de lo auténtico, lo certero y verosímil, y soñar con lo irreal, lo vano y lo ilusorio.
En las quimeras inventadas se encierra quizá la única verdad.

Madrid, 1860

Siete años después de aquella noche, Gustavo Adolfo dormitaba sus recuerdos por las calles de una ciudad desangelada. La nieve no tardaría en aparecer en aquel invierno, mientras los desocupados y los borrachos corrían a refugiar sus horas inclementes en las tascas cercanas, cerrados como estaban los portalones de las casas.