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viernes, 30 de octubre de 2015

En el Día de Todos los Santos y la Noche de Difuntos... Lee el PREMIO MUJER AL VIENTO 2015. La novela TODO MORTAL




TODO MORTAL, la novela

¿Qué pasaría si supieras que alguien ha atravesado el país, desde Asturias a Sevilla, buscando la solución a una extraña dolencia? ¿Y si conocieras los misterios de personas que dicen ser quienes no son en realidad? ¿Qué ocurriría si te enteraras de los oscuros secretos que esconde el hombre al que amas? ¿Y si otras casas, y tu propia ciudad, también los guardaran?
Descúbrelo en esta novela de destinos que se cruzan, y sobre el valor de las palabras y los libros, que ganó el Primer Premio de Narrativa Mujer al Viento 2015 (Ayt. Torrejón de Ardoz, Madrid).
Poesía, superstición y ciencia en la Sevilla mágica del siglo XIX, con un adolescente Gustavo Adolfo Bécquer como testigo de excepción de toda una época desaparecida ya para siempre.
Publicada por la Editorial Playa de Ákaba (septiembre 2015).

viernes, 2 de octubre de 2015

EXTRACTO DE LA PRESENTACIÓN DEL 25 DE SEPTIEMBRE 2015

"Hoy es un día de esos que en los que hablar de una escritora de Cuenca nos hará sentirnos a los lectores cómplices de ella. En este caso es Ana Belén Rodríguez Patiño la que nos va a conducir por ese camino. Nacida en Cuenca en 1970, enseguida marcha con su familia a Madrid, donde cursa sus estudios, llegándose a doctorar en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense. Además de ensayista, poetisa y narradora de ficción,  ha colaborado en prensa y libros especializados. Ha escrito y dirigido documentales, así como varios cortometrajes de ficción. Ha ganado certámenes de poesía y relato corto. (Precisamente, En el 2000 obtuvo el “Joven y Brillante” de Castilla- La Mancha con su obra “Vida Propia”.) Ha guionizado  y dirigido monólogos cómicos y obras de teatro. Además de su serie ensayística sobre la Guerra Civil en Cuenca, tiene hasta esta novela  que hoy presenta publicadas dos más: Donde acaban los mapas (Palabras de Agua 2013) y una juvenil, Gustavo Adolfo y el misterio de los esqueletos andantes (Juno 2014).

Ana Belén, miembro de una familia de cinco hermanos, cuando echa la vista atrás se ve a los cuatro años aprendiendo a leer de la mano de uno de ellos y a los siete escribiendo su primera narración. También se ve fisgoneando en las enciclopedias de la enorme biblioteca de su abuelo, en la casa de Calderón de la Barca. Pero en su formación literaria fue determinante una persona: su madre. Ella le inculcó la pasión por la lectura y la animó a escribir; asimismo, de ella aprendió a ver la vida con sus propios ojos, sin tener que recurrir a otros ajenos. Pero si bien, el ADN materno le transmitió la vocación literaria, a profundizar en la percepción de todo lo que le rodea,  cualidad imprescindible para escribir,  influyeron, tanto la fotografía y el cine, como sus largas jornadas como “rata de sacristía” indagando en archivos históricos. Su escritura es fruto de la enorme disciplina que se autoimpone a la hora de conseguir un buen resultado: el mejor texto para el lector más exigente. Y en ningún caso es complaciente con la molicie, ni con algo que perjudique el rigor ni la profundidad de la narración.
En  “Todo mortal”, galardonada con el premio “Mujeres al viento”, de Torrejón de Ardoz, y en definitiva la obra que hoy nos ha convocado, sin llegar a ser una novela histórica, por su contexto puede decirse que en ella late una página de la sociedad romántica de mediados de nuestro siglo XIX. Así, nos encontramos en 1853 en la España de Isabel II que, a pesar de intentar subirse al carro de la Revolución Industrial con la máquina de vapor, el globo aerostático y el ferrocarril, sigue siendo eminentemente rural con toda la carga de costumbres ancestrales que todo ello lleva consigo.
En esta historia de amores al uso, la autora elige tres lugares (los espacios son fundamentales en sus novelas): Luanco, Sevilla y París ayudan ciertamente a sintonizar con el lector. Es, según el jurado, una novela de alta calidad literaria en la que predomina su coherencia narrativa. Y yo añadiría: una obra imaginativa, intrincada, con una lectura que se hace, más que rápida, electrizante, en la que se explora la naturaleza humana y el poder contradictorio de la mente, en definitiva, una pieza llena de lirismo en la que la trama y el lenguaje se hallan equilibrados.

Finalmente, marquemos, amigos lectores, en la pizarra de nuestra mente un verbo: ilusionar. Y un poco más abajo una frase: disfrutar escribiendo. Ahora, busquemos un autor que reúna ambas cosas. Y veréis que cuando leáis “Todo mortal”… Enseguida os saldrá Ana Belén Rodríguez Patiño".


               Letras Mágicas (Biblioteca Pública Fermín Caballero, Cuenca) 

domingo, 20 de septiembre de 2015

Madrid, 1860... (continuación de la novela)

Un aire denso y desagradable azotaba las ventanas por el exterior, aquellas que daban a la oscura calle donde se enclavaba una casucha para la que el tiempo parecía haberse detenido. La noche en Madrid dormía fugitiva, como un mendigo huidizo asustado por la vida. Un grupo de hombres bebía a sorbos de vino aguado en sucios cazos de hojalata, alrededor de una lumbre
que apenas ardía en aquellos arrabales, donde un colmado se erguía con dignidad entre las fauces de miseria más allá de los perfiles de la ciudad. 

Gustavo Adolfo los dejó atrás, mientras ellos seguían charlando, riendo en el tedio de las horas sus oportunidades perdidas. Con paso firme se acercó a la casa de una única planta que albergaba la taberna, La Taberna del Genio. Le gustaba aquel nombre y su discreta ubicación, más allá de las algarabías propias del centro. Tenía el local las paredes salpicadas de moho, y la puerta de madera había sido pintada mil veces para disimular la humedad, a pesar de que lo único que se había conseguido eran unas sospechosas manchas grisáceas esforzadas por aparecer debajo de cada capa de nuevo lustre. 

En La Taberna del Genio bebían y comían una docena de individuos llegados seguramente de distintos lugares, pero a quienes nadie preguntaba su origen. Las mesitas, con sus manteles de cuadros y manchas a partes iguales, tenían colocadas en su centro una 20 jarra de vino de dudoso color y aún más dudoso sabor. Dos camareros con mandiles en su tiempo blancos servían a sus comensales con la premura de quien no soporta ver un vaso vacío.

 –¡El caballero del fondo, Fermín! ¡Más vino! ¡El señor pide otra ronda! 

El dueño ordenaba sin parar al que atendía al nombre de Fermín, que debía haber sido malabarista o estaba en trazas de serlo, porque se desenvolvía con dos bandejas en la palma de su mano, llenas de platos, vasos, jarras, cubiertos y todos los enseres que pudieran caber en una plaza de toros, como si manejara una simple servilleta de nudo. El propietario del colmado, Casto Navarro, cuyo nombre siempre era objeto de alguna chanza, y de quien nadie sabía a ciencia cierta si ese era su apellido o su procedencia, era un individuo avezado en la búsqueda de clientes de valor. Por eso le gustaba que aquel muchacho volviera cada noche a su local. Hablaba poco, pero era educado y saltaba a la vista que, bajo esa levita cochambrosa, dormitaba un hombre elegante y de maneras. Se preguntaba quién podía ser quien, a las once de la noche del invierno madrileño, se sentaba ante una de las mesas de su establecimiento, que él reconocía que no era precisamente el Palacio Real de los Borbones. Siempre supuso que formaría parte de la caterva de jóvenes de provincias que llegaban cada año a Madrid a hacer fortuna en la letras, las artes o el comercio, como si no hubiera en la capital ya bastantes harapientos y fracasados en todas y cada una de estas materias. 

Navarro se acercó al muchacho y enfatizó con su mejor vocalización, porque aquel chico parecía más hambriento que las ratas de su almacén, pero tenía prestancia y denotaba una evidente distinción. 

–¿La mesa de siempre, señor? El hombre asintió. Tenía aspecto de no haber dormido desde que perdió los dientes de leche, pero sonrió con gentileza. Se sentó y se mantuvo fijo en su vaso durante un tiempo. El joven, de nombre Gustavo Adolfo, solía pasar varias horas todas las noches en la 21 taberna. ¿Cuántas? Nadie lo sabía, ni él mismo: su reloj de bolsillo con cadena dorada llevaba días estropeado y ni siquiera había reparado en ello. Gustavo Adolfo vestía, más que de manera modesta, decididamente pobre. La chaqueta parecía vieja y el semblante general, descuidado. El pelo revuelto, la barba poco arreglada y unas ojeras bajo los ojos tristes y melancólicos hacían que aquel hombre pareciera mayor de lo que era. 

Tenía veinticuatro años y ocupaba sus noches en los colmados situados detrás de la Puerta del Sol, en las Cavas, o, como ahora, más allá del Puente de Toledo, en el límite con la ciudad, bebiendo vino como único alimento durante horas. Recordando las palabras de una de las mujeres más importantes de su vida, en una Sevilla que se le antojaba ya demasiado lejana:

 «Somos mortales, y no dioses, Gustavo. Y nada permanecerá tras nosotros cuando nos llegue la hora…». 

Las escuchó con diecisiete años. Quizá ella tenía razón. La noche avanzaba con su negrura telúrica. El joven meditaba sobre los esquivos laureles de la gloria y los dardos del olvido. Somos solo mortales, no hay nada de excelso en ello, concluyó.

 Siguió allí hasta el comienzo de la madrugada, inmóvil, sin hablar con nadie, sumido en un estrépito de voces desconocidas, agrandando sus fantasmas con el vaho del recuerdo de otros días. 

lunes, 31 de agosto de 2015

Primeras páginas de la novela

Sevilla, 1853

Bajo la estatuaria de piedra, una luna iluminaba los bordes de la noche con su frialdad quemada, aquella que solo ella puede ofrecer a ráfagas entre los callejones, sobre paredes como pliegues, o más allá de las ventanas desconchadas por el tiempo.
Una luna y sus sombras, máscaras de barro que se deshacen en el agua.
A pesar del pánico que les paralizaba, ellos pudieron verlo todo.
En el cementerio, al otro lado del río, con los fogonazos que gravitaban hacia las tinieblas, observaron a una figura embozada extrayendo herramientas del interior de sus ropas, dispuesta, al parecer, a destrozar la lápida que tenía delante.
Intuían desde su escondite el esfuerzo del extraño, el sudor de sus manos sobre la pala que exhumaba el cadáver y el polvo en el rostro cuando culminó la tarea. Vieron a aquel hombre cogiendo el cuerpo inerte como un fardo de paja, asentándolo en su hombro para llevarlo hasta la superficie.
Allí maniobró despacio sobre la propia muerte, seccionando vísceras ahogadas ya en una sangre sin vida.
Después, la efigie del profanador, con el cuchillo aún en la mano, devolvió al desdichado al agujero y lo tapó con un sudario de tierra. Recogió su sombrero y salió del camposanto, sin demasiada prisa por perderse entre el velo de oscuridad de una Sevilla desconocida.
Gustavo Adolfo y Julia permanecieron en su cobijo, aterrados. Les costó unos minutos recobrar el aliento y comprender la gravedad de lo vivido: un hombre desenterraba muertos y ocultaba su macabro botín escondido entre sus ropas.
Lo siguieron unos minutos hasta que el paisaje de la ciudad lo devoró.
La noche comenzó a dormirse entonces tras las luces apagadas.
Gustavo Adolfo cerró los ojos con fuerza y sintió latidos en la sien por la presión de su frente. Cogió con fuerza la mano de Julia Cabrera, que aguantaba a duras penas sus ganas de llorar.
Tenían diecisiete años.
Lo último que contemplaron de todo aquel horror fue el vuelo de la capa del extraño recortada en el dibujo de la calle.
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía…
Descorred, pues, los cortinajes de lo auténtico, lo certero y verosímil, y soñar con lo irreal, lo vano y lo ilusorio.
En las quimeras inventadas se encierra quizá la única verdad.

Madrid, 1860

Siete años después de aquella noche, Gustavo Adolfo dormitaba sus recuerdos por las calles de una ciudad desangelada. La nieve no tardaría en aparecer en aquel invierno, mientras los desocupados y los borrachos corrían a refugiar sus horas inclementes en las tascas cercanas, cerrados como estaban los portalones de las casas.